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lunes, 25 de febrero de 2013

MIRÓ: UNA VENTANA A OTRO BILBAO.


Soy de Bilbao.
Esta frase para muchos lo dice todo. Parece arrogante, creída, altiva incluso desafiante. Para otros, es una respuesta a la pregunta de donde vienes o de donde eres.
Para mí, es mi infancia. La forma en que aprendí las cosas primeras. Las familias conocidas, las costumbres, las raíces, lo antiguo, la tradición, la influencia inglesa, lo ocultado y lo prohibido, También la reivindicación y el orgullo. El paseo, las tiendas, las compras, los escaparates, los domingos de misa y fútbol, los coches, los trolebuses y los azulitos.
Pronto me fui de Bilbao.
Mi familia se trasladó a la costa, buscando una vida más sana, un aire más limpio, y un concepto de vida más actual. Seguíamos estudiando, trabajando y comprando en Bilbao. Lo que ahora son autovías antes eran atascos. El Metro de ahora, un tren. Lo que ahora son 30 minutos antes 60. Nos compensaba. Los paseos se cambiaron por caminatas, los mocasines por deportivos, el gris por el verde y la roña por la humedad.
Bilbao ahora es eso y mucho más. El orgullo nos viene de fuera nos lo ofrecen los visitantes. Turistas, comerciantes, empresarios, políticos, arquitectos, diseñadores, artistas, incluso de cine y músicos de primera o última generación. Gente que nos desconocía, que nos temía, ahora nos conoce y nos reconoce. Se interesan y nos estudian.
Todo esto lo he sentido a través de una ventana. Una ventana grande, indiscreta, descarada, mojada. Turista por un día en una ciudad nueva, distinta para mí. Con el norte al frente. Como tiene que ser. De cara. El Guggenheim a mi derecha al frente la Biblioteca, jardines diseñados, edificios modernos de viviendas con cristales hasta el suelo por donde me saludo con un niño en pijama con su oso en la mano. El rascacielos del Sr. Pelli, desproporcionadamente impresionante fundido con el cielo. Anillado de luces horizontales. La plaza Euskadi, de nombre antes prohibido. Las cúpulas del Sr. Krier, y por debajo su edificio junto al Mvseo, el anteriormente único de arte. Que redescubierto y cubierto de modernidad acristalada, nos ayuda a resituarnos en la ciudad.
Ciudad de andar, de caminar, de paso corto, de poca prisa y paraguas. De encuentros y de descubrir, de saber mirar, de ejercitar la vista y de dimensiones humanas. De Bilbao. Término que define muchas cosas y que a muchos como calificativo nos sirve como clave para entender una forma de hacer, ser y pensar.
Así es “el Miró”: de Bilbao. Del nuevo y para el viejo. Para que los de fuera vienen puedan, discretamente, vernos desde sus ventanas. Vean nuestra oferta como en un gran escaparate, quiten sus temores y se animen a ir dejándose llevar por la corriente  de una ciudad cosmopolita y de futuro. Nos descubrirán, volverán y hablarán de ello.  Os descubrí, volveré y hablo de ello. 

martes, 12 de febrero de 2013

LOS TIEMPOS ESTÁN CAMBIANDO.


Es la típica expresión obvia que a mi entender la dice el que se acaba de caer del guindo.

Hace unos días se me acercó un chico y muy educadamente me preguntó: Señor, ¿me dice la hora por favor?
El muy cretino, no se estaba dando cuenta del daño que me pudieron hacer esas palabras.
Me tocó.

Soy de la opinión que la generación siguiente es, para bien o para mal, consecuencia de la anterior. Es decir, cuándo oigo a alguien quejarse de cómo es la juventud  o los niños de hoy en día, pienso en la misma situación cómo la hubo de haber vivido el quejica.
Aplicándome el cuento y no queriendo asumir que la diferencia de edad era una de las razones (la verdad, podría haber sido yo su padre) quise encontrar respuesta a la situación. No la encontré.
Me hundió.
Quise volver a toparme con aquel insolente malintencionado que tan sutilmente había dinamitado mi autoestima y ponerle los puntos sobre la íes pero ya era imposible, el daño estaba hecho.
Le odié.
Días después, ya casi olvidado el percance, me percaté de un detalle al cual no le había dado importancia: Mi hijo no lleva reloj.
Me sorprendió.
Para mi, los relojes son algo más que un aparato que da la hora. Me gustan. Me encantan! Marcan estilo, tendencia e incluso status. Me gustan sobretodo los grandes, robustos, sumergibles. Con aspecto deportivo, que hayan subido a la luna o que hayan bajado a los abismos. De goma, de acero, analógicos, digitales. Los suizos, los Swatch y hasta los Casio (bueno, algunos).
Le pregunté porque no llevaba reloj. Yo ya me he encargado de regalarle alguno que otro que yo consideraba perfecto para él: anti choques, sumergible, con luz. de colores... Y me contestó muy pragmático: “No lo necesito”.
Me decepcionó.
Poco a poco me fui fijando en que todos los demás jóvenes de mi alrededor no lo llevan y pensé: Son unos desmotivados, como tienen de todo ya no aprecian las cosas, no hay nada que le llene.
Me indigné.
Retomé mi análisis inicial y me hice la pregunta que debía de haber hecho al principio y que obvié sinceramente por mis pre-juicios: ¿Por qué no llevan los jóvenes reloj?.
Al primero que le saqué el tema fue a mi hijo. Él, precavido y pensando en que la pregunta podría llegar a tener segundas malas intenciones, me contestó: Es que si quiero saber la hora ya tengo reloj en el móvil. Además es incómodo cuando escribo, se me puede perder y prefiero que no se me estropee. Vamos que si le hubiese preguntado uno de sus colegas le hubiera respondido que llevar reloj es una “rayada”.
Probablemente yo a mi padre le contestaría algo parecido cuándo me preguntó que porqué no usaba estilográfica para mejorar mi caligrafía en vez de esos debiluchos bolígrafos. A mí, que me parecía imprescindible poder definir mi personalidad y elegir bando entre los de Bic naranja que escribía fino y los de Bic cristal que escribía normal.
O él a su padre, cuándo le reprendía por llevar el reloj en la pulsera, expuesto a cualquier golpe, y no en el bolsillo del chaleco como cualquier hombre distinguido.
Entonces comprendí que para aquel chico que me preguntó la hora, el hecho de que yo llevara reloj en mi muñeca le determinó que debía de tratarme con respeto y rango de Señor.
Pensé: tenemos que estar más atentos y mirar sin prejuicios a lo que la generación siguiente nos enseñe a la anterior.
Así que a partir de ahora cuando alguien se acerque a preguntarme la hora o quiera hacerme el joven, esconderé mi muñeca y ¡miraré el móvil!
Bueno, no sin antes ponerme las gafas de leer.